miércoles, 20 de abril de 2011

El retablo de títeres: un teatro de vanguardia en España (1909-1937).

Un texto por demás interesante, un estudio exhaustivo que Manuel Calderón Calderón publicó en el Anuario Brasileño de Estudios Hispánicos…


Dibujo de Jorge Contreras
(Logotipo de la Fundación Cultural Roberto Lago, A. C.)

A finales del siglo XIX, los modernistas y noventayochistas arremetieron contra el teatro mercantil, realista y chabacano que aún seguiría acaparando los escenarios durante el primer tercio del siglo XX. Estas críticas no iban dirigidas tan sólo a los empresarios, ávidos de beneficios, sino también a los autores, sometidos al mal gusto de un público indiferente y mal acostumbrado y, sobre todo, a los “cómicos” faltos de cultura y de formación dramática. El divismo de los llamados “primeros actores” era, a su juicio, el responsable tanto de los vicios del público como de la suplantación del director de escena y, en algunos casos, como el de María Guerrero, hasta del mismo empresario de la compañía.

Ramón del Valle- Inclán

Supuesto que el mal gusto del público, según Valle-Inclán, estaba “corrompido con el melodrama y la comedia ñoña”, los intentos de reforma debían encaminarse a la educación de ese público, empezando por los más jóvenes. El 20 de diciembre de 1909, Benavente inauguró el Teatro de los niños, en el que colaboraría, tres meses después, Valle-Inclán con La cabeza del dragón. En esta farsa, que parece transcurrir en una nube y cuyos personajes danzan y tienen “ojos de porcelana” y un “aire galante y hueco de maniquíes”, Valle combate los convencionalismos literarios (“un poeta acaba un soneto lleno de amorosas quejas, la mayor locura sutil y lacrimosa, y tiene a la mujer en la cama con la pierna quebrada de un palo” dice el príncipe Verdemar), al tiempo que emplea los tópicos modernistas y la ironía para provocar el rechazo ante lo cursi. Entre 1927 y 1933, Melchor Fernández Almagro expresaba, en La Voz, esta misma preocupación por la formación del público, aunque no al modo de la “puericultura” (un prodesse pueril y facilón) del teatro infantil al uso. Por el contrario, los decorados y la escenografía de los muñecos ingenuos y primitivos de Salvador Bartolozzi (titiritero, ilustrador de cuentos y contertulio de Pombo, que radicó en México en donde realizó varios montajes para el INBA) se inspiraban directamente en los ballets rusos; y el guiñol de García Lorca y Valle-Inclán fue un campo de experimentación de nuevas técnicas (luego trasplantadas al teatro de actores y a otros géneros extrateatrales), así como un instrumento para replantear de nuevo el hecho teatral.
En cuanto a los “cómicos” (actores mediocres “movidos sólo por la emoción” e imitadores de las viejas formas de realidad), había que sustituirlos, según había propuesto Gordon Craig, por “supermarionetas” que actuasen en un escenario integrador de otras formas artísticas y que, a la vez, crease “grandes síntesis humanas”, como intentaría Rivas Cherif, admirador de Copeau y de Lugné-Poe, directores del Vieux-Colombier, con el Teatro de la Escuela Nueva en junio de 1920; y como aún reclamaban, cuatro años más tarde, el crítico Manuel Pedroso, en el Heraldo de Madrid, y el propio Rivas Cherif al proponer un teatro “artístico” basado en la armonización de todos los elementos del espectáculo, en la disciplina del actor, en el trabajo del estilo por el autor y en la revelación más que en la descripción. En el mismo sentido hemos de valorar los intentos de Valle-Inclán: el Cuento de abril y sus farsas poéticas.
“¿Qué mejor enseñanza para libertar el teatro de la tiranía pseudoartística —añade Rivas Cherif (1920) — que el retorno a los antiguos modos de la Commedia dell’arte?
El guiñol infantil, la marioneta ingrávida, la improvisación; he aquí, tal vez, los elementos más asequibles para la creación de un teatro libre, desmoralizador, antinacional”.
Él mismo colaboró en grupos vanguardistas como “El cántaro roto” (con el montaje de un auto para siluetas valleinclanesco, Ligazón, cuya escenografía diseñó Bartolozzi) y “Caracol” (para cuyo montaje del Orfeo, de Cocteau, se inspiró en los ballets rusos de Diaghilev).
Por lo que respecta al repertorio, el teatro español hasta 1931 estuvo supeditado a los criterios mercantilistas de las compañías; cosa que explica el predominio de géneros como la revista y el astracán, que hacían las delicias de la pequeña burguesía de técnicos, empleados y comerciantes que medró al socaire de la Primera Guerra Mundial. Para este tipo de público, el teatro cumplía satisfactoriamente con su función de distraer. Autores como Unamuno, Valle-Inclán y García Lorca, en cambio, proponían un teatro equidistante entre el negocio y el arte, que fuera de ideas (crítico e iconoclasta), innovador tanto en las formas como en los contenidos, de modo que recogiese el “tono” y el “drama total de la vida actual” y estuviese dirigido a un público reflexivo que no fuera al teatro “como a disgusto, que llega tarde y se va antes de que termine la obra, que entra y sale sin respeto alguno”.


Federico García Lorca

“Hay que pensar en el teatro del porvenir. Todo lo que existe ahora en España está muerto” —dirá Federico García Lorca desde Nueva York (Opinión que no varió transcurridos seis años: “el teatro actual de España es indudablemente pobre y sin virtud poética de ninguna clase”, frente al cual destaca el Amor de don Perlimplín, “aleluya erótica” que “por su lirismo verdadero ninguna compañía profesional se atreve a poner”). Por eso había asegurado a Manuel de Falla, en 1922, que “debemos hacer esto (los cristobitas) muy en serio”; y por eso Ramón Gómez de la Serna propone también, en lugar del “teatro realista”, el “teatro de fantoches espirituales” lorquiano: un teatro que “estilice los hechos, que avionice la realidad” (¿Por qué carece “el gran teatro de las grandes bambalinas y personajes de carne y hueso” de la claridad de líneas, la sencillez y riqueza del teatro de títeres? “¿Qué mistificaciones habrán derruido, poco a poco, a ese teatro para alejarlo del espíritu?” —se preguntaba Sebastián Gasch en 1949). Es el mismo rechazo que sentía Valle-Inclán ante los “trozos de realidad” de Señora ama (“las cosas no son como las vemos, sino como las recordamos”). Incluso Díez Canedo señala, refiriéndose al Teatro dei Piccoli, de Vittorio de Podrecca: “traen a los grandes, quizá un poco hartos de ‘trozos de vida’, un más maravilloso don hecho de lirismo y de burla”.
A la vista de lo expuesto, es evidente que entre algunos de los principales dramaturgos y críticos de comienzos de siglo existía el deseo deliberado de renovar el teatro español (¿hace falta volver a recordar las referencias de don Estrafalario a los muñecos del compadre Fidel?) acudiendo al planteamiento, las técnicas y los recursos de un género marginal y de “ínfima y servil condición” como era y sigue siendo el retablo de títeres; un tipo de teatro tosco que ha sobrevivido fuera de los canales de la gran cultura.
Lo que sigue es un resumen de las aportaciones más importantes de este teatro “menor” a la tradición del teatro de actores, referidas a la dramaturgia, la escenografía, la acción, los personajes y su lenguaje.
En enero de 1923, Mora Guarnido contraponía el teatro guiñolesco de Lorca al fracasado teatro de actor, por sus “escenas ingenuas y fantásticas”, por su antirretoricismo y porque “es posible dar al muñeco apariencia y virtudes humanas sin pretender que deje de ser muñeco. Este segundo artificio nos parece más leal y sincero y más ‘teatral’”. El abandono de la mimesis y la exploración de dimensiones “invisibles” de lo real (el sueño, el inconsciente, las pasiones) es, precisamente, uno de los rasgos del teatro de vanguardia de los años 20, junto con la búsqueda de un distanciamiento pirandelliano entre la ficción teatral y la realidad; lo cual no significaba desvincularlo de la sociedad, ignorando las propuestas de Romain Rolland, Erwin Piscator y el Teatro de Arte de Moscú. Ejemplo de lo primero fue el llamado “teatro de la subjetividad”, entre cuyas “obras de fantasía” cita José Paulino Ayuso, Brandy, mucho Brandy, de Azorín; El público y Así que pasen cinco años, de García Lorca; y Tic tac, de Claudio de la Torre. El intento de trascender el realismo ingenuo y costumbrista al uso, mediante los tabanques de muñecos valleinclanescos, tendrá continuidad incluso cuarenta años más tarde en el  “teatro subterráneo” de José Ruibal, Luis Riaza, Romero Esteo y Francisco Nieva.
Fruto de ello fue, asimismo, la ruptura de fronteras entre géneros, puesta de relieve por Francisco Nieva en el caso de García Lorca; por Dougherty en el caso de La marquesa Rosalinda, obra que transgrede la mimesis convencional e incorpora unos personajes planos como los personajes híbridos del Cristobita lorquiano; y por García-Abad en el caso del “Teatro dei piccoli” de Vittorio Podrecca.
El origen de esta ruptura lo señalaba, a mi juicio, el citado Mora Guarnido al referirse a una de las características básicas de la dramaturgia de títeres: la autonomía del muñeco respecto al manipulador y, por tanto, de la ficción respecto a la realidad.


Heinrich von Kleist

Más de un siglo antes (1810), Heinrich von Kleist había explicado que la sensación de vida de la marioneta depende del gobierno que el manipulador (el bailarín) tenga del centro de gravedad del muñeco. La línea imaginaria que pasa por dicho centro de gravedad es “el recorrido del alma del bailarín” que, de este modo, transmigra al cuerpo de las marioneta (Este análisis que hace von Kleist del movimiento corporal coincide con la descripción hecha por William Hogarth en1753 -en su Analysis of Beauty-, de los movimientos del cuerpo humano, en general, y de los personajes de la Commedia dell’Arte, en particular. “Y aquí no estaría de más llamar la atención sobre un perjuicio que acompaña a las acciones copiadas en el teatro: que, por lo general, se reducen a determinados números y escenas que, al ser repetidas y hacerse demasiado trilladas entre el público, resultan al final objeto de burla y de remedo. Cosa que difícilmente sucedería si un actor estuviese en posesión de tales principios”). En la Carta de un poeta a otro poeta, este mismo autor (von Kleist) declara que aspiraba a que la forma (es decir, las mediaciones, como la del actor) pasase inadvertida y se percibiera únicamente el espíritu. Pues no es el títere (o la marioneta) quienes pretenden cobrar vida, sino que es el titiritero quien habla de la vida, a través de ese objeto, creando una vida distinta. El títere funciona, así, como refuerzo de la actividad creadora y poética del manipulador; lo que, sin duda, atrajo a autores como García Lorca y Valle-Inclán.
Por otro lado, cuando Fernández Almagro subrayó en 1924 la coincidencia sintomática del estreno de La cabeza del Bautista (melodrama para marionetas) con la actuación del retablillo de Podrecca, porque “los muñecos le daban (a Valle-Inclán) la única fórmula posible para libertarse” de empresarios y cómicos, en realidad estaba insistiendo en algo que ya señalaron los críticos más perspicaces de la época, como Luis Bello: “el títere no piensa en nada, no es culpable de nada... lo demás lo pone Podrecca. La misión de ellos, como títeres, está precisamente en no ser nada”. Con los cómicos, añade, pasa algo parecido: “su talento debe consistir en representar bien su papel... A los títeres se les pide que no parezcan hombres y sigan siendo, llana y sencillamente, títeres. Podremos tomar en serio su historia; pero a ellos, no”. Y añade: “la obediencia no les cuesta ningún dolor. El secreto está, sin duda, más que en su psicología, en su fisiología”. En el mismo sentido, Julio Camba oponía al realismo vulgar un realismo artístico: “las personas mayores creen que, en un medio totalmente convencional como es el teatro, un actor de carne y hueso tiene más realidad que un títere; y, sin duda alguna, la tiene (como) señor particular, pero tiene mucha menos de personaje”.
A principios de los años veinte, actuaba en el Paseo del Prado y en el Retiro un titiritero llamado Mayeu, con quien Luis Buñuel había colaborado, antes de su conferencia sobre marionetas en la Residencia de Estudiantes. Poco después, en febrero o marzo de 1923, García Lorca le dijo a Falla, refiriéndose probablemente a los Títeres de cachiporra, que en Madrid “el guiñol trae intrigado a muchos. ¡Garrotazo y tentetieso!”
Fue precisamente en aquel ambiente de la Residencia de Estudiantes donde Pepín Bello, según Alberti, puso en circulación un remoquete, aplicado por los amigos de García Lorca a los sostenedores de ideas o actitudes retrógradas desde el punto de vista social y artístico: los putrefactos. El apelativo se convirtió en un lugar común de los artistas y críticos vanguardistas: Dalí publicó, en mayo de 1928, una conferencia en la que cargaba contra el cadáver en “descomposición” del arte viejo, vale decir, de campanario, típico, extasiado y emocional; y casi un año después, Sebastián Gasch opondría el Charlot “de las arbitrariedades ritmadas” y de los “ballets mecanizados de sus primeras películas” al “Gran Artista delicuescente, sentimental y putrefacto” ante el cual “ya no restan sino el insignificante Buster Keaton, tan importante como una botella, y el irresponsable Harry Langdon, ausente como una flor”.
Este nuevo arte lustral y ajeno a los convencionalismos de un público ancien régime, como diría Gasch, fue, precisamente, lo que molestó al público argentino que había asistido, en mayo de 1934, al estreno del Retablillo de don Cristóbal. En la presentación de dicha obra en el teatro Avenida, de Buenos Aires, Cristobita apela a la benevolencia del público doliéndose de ser “muy mal hablado” y de “haber trabajado siempre entre los juncos del agua... rodeado de muchachas simples, prontas al rubor, y de muchachos pastores, que tienen las barbas pinchonas como las hojas de la encina”. Pero ante la réplica del Poeta (“yo creo que el teatro tiene que volver a usted”), Cristobita prosigue lamentándose, con un tono entre irónico y melancólico, de no poder derramar lágrimas y de que “los muñecos no sean buenos actores, en gracia a que han estado muchos años durmiendo, olvidados de todos”. El 25 de junio de 1923, Falla había estrenado en París, en el palacio de la princesa Edmond de Polignac, el Retablo de maese Pedro, cuya originalidad consistía, según García Lorca, en haber sabido destacar “ese fondo lírico, tierno del alma de don Quijote”. A su juicio, Falla supo guardar “la proporción del dibujo del caballero” de la manera más “sorprendente y sencilla: no es el don Quijote dramático... ni es el don Quijote de la risa y la caricatura; es el don Quijote exacto de Miguel de Cervantes... porque vamos deseando exactitud; nuestro momento no es un momento romántico, gracias a Dios”.



Sebastián Gasch

La búsqueda de precisión, exactitud y pureza fue, como es sabido, el propósito de los poetas de los años veinte. Sebastián Gasch  llegaría incluso a sustituir el término ‘vanguardia’ por el de ‘arte puro’. En relación con el teatro de García Lorca, vuelven a utilizarlo, al menos, en tres ocasiones. La primera, a finales de 1922, cuando éste invitó a Fernández Almagro a ver “un Guiñol extraordinario... de arte puro del que tan necesitados estamos”, refiriéndose a La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón, adaptada al teatro de cachiporra. El éxito que tuvieron las lecturas privadas de Mariana Pineda en los círculos intelectuales y artísticos de Madrid “me ha convencido —declararía su autor— de que no es ni debe... ser político, pues es una obra de arte puro... y yo quiero que el éxito sea un éxito poético”. Y aún años más tarde, Alberti escribió a García Lorca una carta abierta desde París (publicada en El Sol, 20-1-1932), anunciándole que un grupo de estudiantes universitarios había tenido una iniciativa parecida a la de “La Barraca” en “las barriadas parisienses, en las provincias y en los pueblos” siguiendo “las más puras formas del teatro”.
Una de las fuentes de inspiración escénica en el teatro de esos años, con especial incidencia en la farsa, fue el mencionado teatro de los niños. “La puesta en escena de estas creaciones daba importancia a los juegos luminotécnicos y los temas musicales como sugeridores de espacios psicológicos, los contrastes cromáticos ofrecidos por decorados y figurines, el uso de la marionetística y las interpretaciones de los actores en la línea de Craig”. Existía, por lo demás, una relación entre este teatro y otras formas populares y primitivas de teatro para actores de carne y hueso, desde el Auto de los Reyes Magos hasta el teatro entremesil de Cervantes, pasando por Lope de Rueda y Gil Vicente. “La actitud de Falla y Lorca ante los títeres de cachiporra o cristobitas es la misma que ya habían manifestado ante el cante jondo en el famoso Concurso del año 22 (...), la misma reivindicación de un arte tradicional preterido y la misma actitud de ‘investigadores de campo’, preguntando a los viejos letras y canciones”; porque aquello que García Lorca se proponía al recuperar el primitivo teatro castellano era devolver “los ojos, los oídos y el sentido del gusto” al pueblo que antaño había sido educado viendo aquellas representaciones; es decir, recuperar unas formas y unas técnicas imaginativas y eficaces de hacer teatro, inspiradas en las del pasado remoto.
La tendencia a experimentar con nuevos lenguajes escénicos y a incorporar los últimos adelantos técnicos fue un empeño de pequeñas compañías como el “Mirlo Blanco”, “Caracol”, “El cántaro roto”, “La cancela abierta” y los “Teatros íntimos”, quienes daban una gran importancia al juego escénico, al vestuario, a las luces y a la música. Ni que decir tiene que el director de escena, en este teatro de cámara, tenía también un papel protagonista, de acuerdo con las nuevas tendencias escénicas. Adrià Gual, Gregorio Martínez Sierra, Valle-Inclán, Cipriano Rivas Cherif, Salvador Bartolozzi y García Lorca, entre otros, se esforzaron por dignificar el papel del director de escena, según las teorías de Antoine, Apia, Stanislavsky, Craig, Reinhardt y Pirandello. Dru Dougherty en 1984 y David Vela en 1995, han resaltado la importancia de los elementos escenográficos en los montajes de Salvador Bartolozzi y la influencia del estilizado arte popular de los ballets rusos. Los montajes de “La Barraca” —declaraba García Lorca— tenían una “decoración simplista, sobria y estilizada”. Las obras para títeres o para marionetas de García Lorca y de Valle-Inclán poseen un dinamismo que evoca los pasos de la danza, en el sentido que le da von Kleist cuando describe el movimiento de la marioneta. Por eso Valle-Inclán, como Gordon Craig, insistían tanto en ello: Valle-Inclán reclamaba para nuestro teatro “el grito y la decoración”, ya que “no es la situación la que crea el escenario”, sino al revés; idea en la que coincidía con la crítica de El Defensor de Granada a La zapatera prodigiosa: “el escenario prejuzga en algún sentido la acción y la atmósfera creada, la explica en su desarrollo”.

Caricatura de Valle- Inclán
El propio Valle-Inclán propuso acercar la estética cinematográfica a un teatro “sin relatos ni únicos decorados” que se valiera únicamente “del dinamismo y la variedad de imágenes... del cine actual”. No voy a repetir lo que ya se ha dicho acerca de las técnicas cinematográficas de este autor; pero sí me interesa subrayar que en sus autos para siluetas y en sus melodramas para marionetas se inspira también en el cine  y que hay una evidente familiaridad entre éste y el teatro de sombras, como demuestran algunos de los ensayos que García Lorca hizo en ambos terrenos. En febrero o marzo de 1926, proyectaba incluso una comedia cuyos personajes no serían actores, sino ampliaciones fotográficas; idea que estaba probablemente relacionada con los dos bocetos publicados por Marie Laffranque. Ramón Gómez de la Serna intentó aplicar a la novela el fragmentarismo narrativo del cine y García Lorca escribió dos guiones cinematográficos: El paseo de Buster Keaton (1925), donde son más importantes el movimiento, los gestos y la manipulación de las formas en el espacio que la trama, formada por imágenes líricas sin coherencia narrativa, y Un viaje a la luna (1929), donde el movimiento cobra una importancia semejante y la bicicleta de Keaton es sustituida por una locomotora que se precipita hacia el espectador. Al final de Un viaje en la luna, además, “un hombre vestido de blanco se yuxtapone con una muchacha vestida de negro” y nos presenta “un panorama de árboles negros frente a una luna blanca”; lo cual tiene una evidente semejanza con el teatro de sombras tradicional.
Tampoco en este teatro lo esencial es el objeto, sino su imagen en la pantalla que lo agranda y deforma creando nuevas formas y apelando a la fantasía del espectador. Herta Schönewolf  lo ha relacionado con el teatro psicológico, porque analiza los objetos por dentro como una radiografía; y con el teatro expresionista, porque permite usar los objetos como vehículos de acciones vistas desde ángulos insólitos. Es más: el uso del tiempo en el teatro de sombras es tan flexible como el del cine (“the techniques of blending, montage, prolonging moments of tension and shortening nondramatic phases”); las pausas y el ritmo tienen la misma importancia que en la pantomima, mientras que el espacio se alarga y se acorta subjetivamente sugiriendo el transcurso del tiempo. Espacio y tiempo devienen reales sólo por el movimiento y la coordinación de los gestos (en las sombras javanesas el movimiento es muy reducido: se concentra en los brazos); y, al modo de los letreros del cine mudo (que era en blanco y negro), el narrador del teatro de sombras se sitúa entre éstas y el público. Por último, la música de las sombras chinescas es descriptiva, sugeridora y simbólica, y está relacionada siempre con la percepción visual.
La acción y el espacio cinéticos de las marionetas de Vittorio Podrecca, puestos de relieve por García-Abad, citando a los críticos de la época, son los mismos que García Lorca intentará trasladar al teatro de actores. Higginbotham  y Vilches de Frutos así lo han destacado refiriéndose a la discontinuidad de sus tramas surrealistas, a algunas acotaciones de La zapatera prodigiosa y escenas de Así que pasen cinco años, a las imágenes kinésicas de Don Perlimplín y Doña Rosita la soltera y a la escenografía de La casa de Bernarda Alba. García Lorca también se sirvió de la dramaturgia del guiñol para profundizar en la realidad oculta del ser humano, como en el caso de La zapatera prodigiosa, “una comedia por el estilo de los cristobitas... donde no se dicen más que las palabras precisas y se insinúa todo lo demás”. En efecto, la sabia incorporación de elementos escenográficos como el cromatismo de los figurines, la funcionalidad de las canciones y de la música de inspiración tradicional, la escueta vistosidad de la coreografía y el ajustado ritmo escénico, constituyen los principales atractivos de esta farsa violenta en dos actos. Como advierte el zapatero-ciego de los romances, la labor del director de escena “es un trabajo de poca apariencia y de mucha ciencia. Enseño la vida por dentro”.
La misma que quiere desentrañar el protagonista de Así que pasen cinco años, en cuyo tercer acto un joven interpreta su propio drama en un teatrillo en miniatura, mientras los personajes de la escena de actores van todos disfrazados de lo que no son y con máscaras (Guillermo de Torre señaló los antecedentes de El Público y de Así que pasen cinco años en las obras para títeres que Lorca había escrito antes: La doncella, el marinero y el estudiante, Quimera y El paseo de Buster Keaton, “anticipaciones de un teatro poético interior donde los personajes —se diría— dialogan no entre ellos, sino consigo mismos, con las voces de su más caprichoso subconsciente”). No sería descabellado relacionar tales planteamientos con lo que Peter Brook ha llamado un ‘teatro sagrado’: aquel que busca encarnar lo invisible recuperando “las formas que habían sido destruidas por los valores burgueses”; teatro que, en cierta medida, había reclamado también Unamuno y al que Valle-Inclán se refería cuando afirmó, en 1929, que “el teatro, antes que nada, exige un público, incluso antes que el propio autor. Y la condición específica de este público es estar ligado por un sentimiento común... un fondo religioso (religari)... hacia donde debe converger el haz de incitaciones estéticas”.


García Lorca con un "Cristobita"

A Valle-Inclán y a García Lorca el retablo de títeres debió de impresionarles también por lo que tiene de horrible y de misterioso. Hay un aire familiar evidente entre los fantoches valleinclanescos, Los autómatas céreos y con ojos de vidrio que pintaba José Gutiérrez Solana en su caserón de la calle de Santa Feliciana, donde vivía rodeado de maniquíes y cachivaches mecánicos, y “el Marioneta” de Alfanhuí, pescador de peces muertos en el Manzanares y aficionado a bailar sobre los ataúdes. El propio Valle-Inclán llamó ‘novelas macabras’ y luego ‘melodramas para marionetas’ a La rosa de papel y La cabeza del Bautista. Pero no me refiero tanto a las truculencias del Grand-Guignol como al tipo de impresión, recreada por Maupassant, que produce un objeto tan antinatural como un títere o un puppo siciliano, capaces de hablar y de sentir como un ser humano, teniendo en cuenta la escasa movilidad del títere, enfundado en los dedos del manipulador, y lo envarado del mecanismo de una marioneta, clavada en una varilla que apenas le permite un penduleo monótono (Mario Hernández recuerda la coreografía de Massine en Las mujeres de buen humor, de Stravinsky, cuyos personajes tienen “una mecanicidad de títere” que “prolonga en este sentido inhumano la plástica estatuaria del Après-Midi d’un faune por Nijinsky”).
El juego kinésico de los títeres y las marionetas es, en efecto, muy limitado y sometido a un sistema fijo de gestos y desplazamientos. El rostro y la mirada son tópicos e inalterables. La forma de salir o de retirarse los personajes, de dirigirse a un lado o a otro, de morir es siempre la misma. Los recursos escénicos, a los que me referiré después, son muy humildes. Y, sin embargo, todo tiene una gran plasticidad y los muñecos resultan muy expresivos. Pensemos, por ejemplo, en las descripciones de Tirano Banderas o del Ruedo ibérico (perfiles congelados, fogonazos que destacan la acción o las poses caricaturescas de un personaje) hechas con la misma técnica minimalista del guiñol. En este contexto de ‘teatro tosco’ y ‘teatro sagrado’, podríamos incluir, pues, las alusiones al carácter visionario de Las comedias bárbaras y las anticipaciones de Valle-Inclán al teatro de la crueldad, señaladas por otros críticos (Don Estrafalario, sin ir más lejos -dice Sebastián Gasch-, pidió para nuestro teatro la “violencia estética” y el “temblor de las fiestas de toros”, como luego harían los artistas de vanguardia, “asesinos del arte de eunucos”).
Aun así, el citado Heinrich von Kleist ya había explicado en qué consiste el secreto de la euritmia, la movilidad y la ligereza que a veces tienen las marionetas. A su juicio, éstas poseen dos cualidades de las que carecen los actores de carne y hueso: la falta de afectación y la ingravidez, con las cuales pueden alcanzar el virtuosismo, pongamos por caso, de los muñecos de Vittorio Podrecca, cuyas técnicas describieron Marga Donato y Eugenio D’Ors en su época.
Por otro lado, suele citarse, al hablar del teatro esperpéntico de Valle-Inclán, su observación de que el escritor adopta siempre uno de estos tres puntos de vista: el punto de vista de quien se sitúa debajo de sus personajes, como en los famosos contrapicados de Orson Welles (caso de Homero, dice Valle); el de quien se pone a su misma altura, mirándolos a los ojos (como hace Shakespeare); y el de quien se sitúa en el aire, por encima de sus personajes (Cervantes y Quevedo). La interpretación de los críticos difiere a la hora de asignar uno u otro punto de vista a Valle-Inclán; pero quienes sostienen que adopta el punto de vista aéreo, lo relacionan con la disposición de un tablado de marionetas o con el bululú del compadre Fidel. Refiriéndose a Los cuernos de don Friolera y, por extensión, al esperpento, Torrente Ballester describe los rasgos que, a su juicio, conforman esta manipulación desde arriba y, entre ellos, destaca un peculiar proceso de deshumanización cubista del personaje, unido al uso de la máscara inmovilizadora que, como el rigor mortis, pretende provocar en el espectador un sentimiento de horror.
Desde el punto de vista del contenido, el hecho de que la acción de un retablo de títeres infantil no tenga un desarrollo lineal o sucesivo (con un final que el espectador desconoce), sino retrospectivo (es decir, que el espectador, a diferencia de los personajes, conoce de antemano el final), propicia en el manipulador el desarrollo de la forma y las técnicas de actuación, así como la participación del espectador, capaz de anticiparse a la acción cuando se percata del sentido irónico de un parlamento o cuando lo relaciona con los personajes-tipo de la obra.
Otra de las características básicas del teatro de títeres es la economía argumental, no muy distinta a la del cuento maravilloso; hasta el punto de que puede incluso faltar el texto previo con argumento desarrollado, ya que la improvisación en la acción y en los diálogos forma parte de la dramaturgia de este teatro, heredada de la técnica de los scenari y los cannovacci de la Commedia dell’Arte, de donde procede el mismísimo Polichinela. García Lorca adaptó ante públicos diferentes su Retablillo; las representaciones del Retablo de Fantoches, creado por las Misiones Pedagógicas, eran improvisadas; y la existencia de varias versiones de su Teatro de cachiporra, probablemente sea debida a este mismo hecho. Finalmente, tampoco se puede hablar de un argumento en el caso de La Pájara Pinta, de Rafael Alberti; un “guirigay lírico-bufo-bailable” en el que personajes salidos del cuento folclórico y del refranero van ensartando letrillas, romances y onomatopeyas que recuerdan las jitanjáforas de la poesía lírica.


Rafael Alberti

Los sustos, las carreras, los chascos y los porrazos dan a la acción del títere popular un ritmo vivo y, a menudo, crispado; algo que, curiosamente, también comparten la “prosa crispada” y el “laconismo vivo y urgente” del esperpento.
Polichinela, Guiñol o Cristobita matan, mueren y renacen constantemente, arrastrados por una fuerza interior que tiene mucho que ver con el entusiasmo dionisiaco.
El frenesí del títere y la marioneta se proyecta también en el público rompiendo la cuarta pared. En julio de 1922, García Lorca escribe a Manuel de Falla: “en el pueblo no hace muchos días hubo un tío con unos cristobitas que se metía con todo el público de una manera verdaderamente aristofanesca”. En los entreactos de la primera representación de La niña que riega la albahaca..., en versión para títeres, salía don Cristóbal y entablaba diálogo con los niños, llamándolos por su propio nombre; práctica seguida, en los años veinte, por el titerero Ezequiel Vigués para que los chiquillos se desahogaran y reaccionasen ante lo que estaban viendo. Asimismo, los personajes de la Tragicomedia, el Retablillo, El maleficio de la mariposa y Así que pasen cinco años también pasan con facilidad del mundo de la ficción al de la realidad, según una técnica que su autor volvería a utilizar en El público y en Comedia sin título.
Un día —cuenta García Lorca— descubrió que “no había nacido todavía”, pero “en el almacén del porvenir” había contemplado otros mil Federico García Lorcas “muy planchaditos, unos sobre otros, esperando que los llenasen de gas para volar sin dirección... ¡con razón creo algunas veces que tengo el corazón de lata!”. Los personajes del retablo de títeres, como herederos de la Commedia dell’Arte, viven hacia fuera, son pura exterioridad y están limpios de psicología y de sentimentalismo. Ya en el siglo XVIII Carlo Goldoni afirmaba: “la máscara debe siempre perjudicar mucho a la acción del Actor, sea en la alegría, sea en la pena; ya esté enamorado, ya sea brabucón o gracioso, lo que se muestra es siempre el mismo cuero”. Valle-Inclán expresó, como escritor, una disposición semejante: “hay escritores que van detrás de sus personajes y les siguen la pista y cuentan todo lo que hacen. Yo necesito trabajar de cara, como si estuviesen ellos en el escenario; necesito oírlos y verlos para reproducir el diálogo y sus gestos”.
Don Cristóbal es un personaje arquetípico que entronca no sólo con la tradición folclórica, sino también con la tradición clásica de la Antigüedad y del Siglo de Oro. García Lorca utiliza, como hemos visto, el adjetivo aristofanesca para referirse a la farsa de guiñol; y, en otro lugar, describe al protagonista de su Tragicomedia como un hércules. El enano de la venta, Mingo Revulgo, Pero Grullo, Urdemalas y don Lindo son personajes que desfilan por las tablas de entremeses y comedias del Siglo de Oro y por las farsas de contemporáneas. Margarita Ucelay vincula a Don Perlimplín a la literatura de cordel del siglo XIX (“pliegos de colores en que una serie de estampas nos contaban lo mismo la historia de Don Barrigón que la del general Cataplún o el Gran Turco Mustafá o los héroes de Filipinas o los Siete Infantes de Lara”, comprados en droguerías y cacharrerías o en ferias y mercados).
Otras veces, Don Cristóbal recuerda al figurón del teatro español de los siglos XVII y XVIII. Julio Caro Baroja cita un aleluya del siglo XIX titulada Vida de don Perlimplín, cuyo protagonista es un figurón ridículo, de casaca y coleta; y el Don Cristóbal de la Tragicomedia es extravagante, zafio y vanidoso como todos los figurones, cuyos rasgos más típicos se relacionan con el aspecto físico (fealdad, malformaciones), el lenguaje (transforma o inventa palabras sin querer), la indumentaria (extraña o pasada de moda) y el comportamiento, que es una versión paródica y opuesta a la del galán: glotón, torpe, ignorante, vanidoso, cobarde y crédulo. Las comedias de magia en las que intervenía este tipo acabaron siendo, por lo demás, un verdadero “teatro para niños en el siglo XIX y en las primeras décadas del XX”.
A su vez, el figurón puede manifestarse bajo disfraces o apariencias distintas. Una de ellas es la del indiano que ha hecho fortuna en América y regresa, ya maduro, a la patria chica para instalarse definitivamente y casarse con una jovencita de su elección, como Don Igi, el gachupín que tiene un “rictus de fantoche” en La cabeza del Bautista, y el Don Cristóbal lorquiano, especialmente en el montaje de la compañía extremeña Suripanta (1991). En La Pájara Pinta, de Rafael Alberti, un bululú llamado Pipirigayo aparece armado con un puntero y un cartelón donde están pintados todos los personajes del guirigay que va a representar. Al principio del primer acto, la Carbonerita, que está enamorada de Don Diego Contreras, canta “Don Diego no tiene Don”; pero, muy a su pesar, es cortejada por Antón Perulero, nombre folclórico del indiano que volvemos a encontrar en La viudita que se quería casar, de García Lorca: la viudita del Conde Laurel quiere casarse con el Conde de Cabra, pero un malvado marqués se enamora de ella y pide a Antón Perulero que asesine al Conde.
El indiano tenía un trasfondo social todavía vigente a comienzos de siglo: el de la burguesía mercantil enriquecida con el comercio de Ultramar. En un reciente estudio sobre la burguesía mercantil santanderina de los siglos XVIII y XIX, Ramón Maruri explica cómo sólo unos pocos comerciantes acaudalados del setecientos utilizaban el tratamiento de “Don” para distinguirse de sus compañeros de profesión; y cita, además, los testamentos del siglo XIX que hacen expresa referencia al desequilibrio que había en la edad de los cónyuges. En El Indiano, de Santiago Rusiñol, Narcisa se queja de que su marido (un indiano de sesenta años, al cual había servido) siempre estaba “seco como un panecillo del día antes”.
Si pasamos de la farsa infantil a los géneros mayores de la época, también detectamos la presencia de este tipo dramático. A la delirante Sebastiana y al golfo de Roque, protagonistas de El Indiano, de Santiago Rusiñol, los dedos se les hacen huéspedes esperando las onzas y los pesos que traerá Antón. Por otro lado, Carmen sueña con reunirse con su marido en Perú y Rita confiesa que “como en este pueblo a todos los mozos les da por emigrar, las mozas se marchitan y se consumen”; lo mismo que Doña Rosita, la soltera, cuyo novio emigró a Tucumán y se casó con una niña bien, dejando a Rosita en Granada “con un rosario, unas macetas, el sonido de las melodiosas campanas del Albaicín y una colección de cartas amarillas impregnadas de la más tierna, de la más auténtica cursilería”.


Teatro Guiñol de Rafael Alberti

Quisiera referirme, para concluir, al lenguaje de los títeres. La trabazón entre el lenguaje verbal y la gestualidad, de forma que cada réplica sugiere el gesto correspondiente, es lo que sostiene la acción del Retablillo de don Cristóbal, siguiendo así el uso del género para el que fue escrito. A esta trabazón se une, además, una particular manera de focalizar los temas y de precisar el significado de los enunciados mediante la sabia regulación de los recursos lingüísticos: entonación, parataxis, modalidad oracional, juegos semánticos, giros grotescos, derivación léxica...
No olvidemos que el lenguaje de los títeres es el de la plaza pública: procaz y carnavalesco. Y muchas de sus estrategias se han incorporado a los títeres de cachiporra de García Lorca, a las farsas, los autos para siluetas y los esperpentos de Valle-Inclán y de Rafael Alberti. “Llenemos el teatro de espigas frescas, debajo de las cuales vayan palabrotas que luchen en la escena con el tedio y la vulgaridad a que la tenemos condenada” —dice el Director del Retablillo. He recordado antes los escrúpulos irónicos de Cristobita porque hablaba sin la gazmoñería socio-política que nos obliga a ser convencionalmente correctos. Y no hablemos del lenguaje, deliberadamente provocador e iconoclasta, de Valle-Inclán.
Durante la Guerra Civil, Rafael Alberti y Mª Teresa León también proyectaron un guiñol, llamado Octubre, con el que habían de representar, según se anuncia en el último número de la revista del mismo nombre, “una serie de farsas maldicientes, satíricas y revolucionarias” (Alberti había editado dos en 1933: Bazar de la Providencia, en Ediciones Octubre, y Farsa de los
Reyes Magos, de la que se editó un fragmento en el número 6 de la citada revista. Además de las anteriores, también había escrito otras dos inacabadas y perdidas: Lepe, Lepijo y su hijo y El hijo de la gran puta). Este u otro semejante, que actuaba en el frente y en la retaguardia como instrumento de agitación y propaganda políticas, estuvo dirigido por Miguel Prieto. Las obras que representaban eran “casi siempre romances dialogados, farsas entre soldados, campesinos y obreros contra el moro, el italiano, el alemán y los generales facciosos”, todo ello “redactado con la mayor  simplicidad”. Mientras, al otro lado de las trincheras, La Tarumba de José Caballero representaba también “pliegos de romances”.
Lo que hacían unos y otro no era sino explotar, en las circunstancias propicias de una guerra, la fuerza épica que tiene el teatro de títeres. Al igual que el cuento maravilloso, son géneros que han permanecido hasta hoy dentro de la épica oral, de ahí el papel que ha jugado, en aquéllos, la improvisación: no han sido nunca, en su forma popular, un teatro escrito. Por el contrario, toda la fuerza épica de los puppi se ha basado en el juego con el volumen, la tonalidad, el timbre y la textura de la voz del titiritero, así como en los valores (amistad, honor, generosidad, trascendencia), en los sentimientos y en las pasiones (amor, locura, envidia, venganza, pundonor) de sus protagonistas.
Incluso antes de estallar la guerra civil española, las Misiones Pedagógicas llevaban un romance escenificado para guiñol: El enamorado y la muerte. Y tanto García Lorca en sus títeres de cachiporra o en Mariana Pineda, como Valle-Inclán en sus esperpentos (para los que aprovechó materiales de ínfima procedencia) y Rafael Alberti en La Pájara Pinta o en Fermín Galán, acudieron también a la épica del pliego de aleluyas, del cuento popular y de los romances de ciego, que es la misma épica del retablo de títeres. No estaría de más, a este respecto, analizar las transgresiones que tales autores han ensayado en el género (cristobital, retablillo, aleluya erótica, farsa violenta, guirigay, auto para siluetas, melodrama para marionetas), en el tono (lírico, vulgar, tierno, desgarrado) y en el lenguaje (registros, carnavalización de campos semánticos como el del sexo y la muerte) de su teatro inspirándose en la dramaturgia del guiñol.
Hasta aquí he intentado mostrar cómo los planteamientos dramáticos, las técnicas y los recursos del teatro de títeres han sido aprovechados por los dramaturgos españoles del primer tercio de siglo XX para renovar el aliquebrado teatro de actor. Para ello han escrito, a veces, nuevas obras para marionetas y guiñol que, no obstante, han sido representadas también por actores. El teatro de títeres fue, por tanto, acicate y modelo para la experimentación en el género y en el lenguaje, dramáticos. Los protagonistas del Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte, descritos como “fantoches”, “Peponas”, “figuras de cera” o “bultos” y siluetas recortadas sobre el fondo, son peleles que actúan movidos, precisamente, por los hilos de la avaricia y la lujuria. El primer estreno de Lorca, El maleficio de la mariposa, era un poema ampliado para el teatro de títeres que acabó siendo una comedia para actores. Y viceversa: El príncipe que todo lo aprendió en los libros, de  Benavente, tuvo su versión para títeres en los años treinta. Un titerero como Bartolozzi dedicó una parte de su compañía a trabajar con muñecos y otra, en Madrid, con actores. Y el mismo García Lorca escribió una versión de Los títeres de cachiporra para actores en la que añadió personajes populares del títere tradicional junto con otros de distinta procedencia (Fígaro, el barbero, Cocoliche) y elementos de la comedia de actor, como también hiciera con La zapatera prodigiosa.

Edición de "Los títeres de cachiporra"
con dibujo de García Lorca en la portada

La influencia del retablo de títeres y marionetas es visible en nuestros días, ya en el “teatro subterráneo” de los años 1960-80, que compartía aquellos mismos anhelos de creatividad y renovación escénica, ya en compañías que recurren a la dramaturgia del guiñol, como “Els comediants”, ya en la televisión (los teleñecos).

Manuel Calderón Calderón